Salvador Martínez
Consultor en Organització, canvi cultural i RRHH
Hace algunos días me vi impelido a participar en el "amigo invisible", un típico juego navideño convertido ya en un clásico de las fiestas blancas, si bien en su versión más moderna, aquella que utiliza una app para gestionar tanto el cruce de parejas como la comunicación personalizada mediante un mensaje al WhatsApp. Un ejemplo más de la imparable digitalización de nuestra cotidianidad mundana.
Quiso el azar (la mencionada aplicación, para mayor precisión) que la persona a quien debía hacerle un regalo fuera amante de la música, no en vano ella misma sugirió -a través del grupo de chat creado al efecto- el objeto que estaría encantada de recibir de su amigo invisible: el último CD de un cantante supuestamente conocido. Parecía una empresa fácil, así que apuré un poco el tiempo al visualizar imágenes anacrónicas de expositores inacabables de discos y compact discs. Craso error el mío.
Confiado, a última hora decidí entrar en un hipermercado para adquirir la obra musical, pero el primer revés lo sufrí cuando tuve que preguntar a un dependiente por la sección de cedés, ya que fui incapaz de localizar los lineales al efecto. El empleado me dirigió a un área minúscula donde apenas había género, una insignificancia comparada con el extenso espacio que antaño se dedicara a la fonografía (si se me permite el vocablo trasnochado). Pueden imaginar que no encontré el objeto de mi búsqueda. A partir de ahí, inicié una carrera contrarreloj para cumplir con mi amigo, incluyendo visitas y llamadas a las poquísimas tiendas que aún se dedican a la venta de música en formato material. "Está agotado, en espera de nueva remesa" (me dijeron), por lo que -a la desesperada- acudí al centro comercial por antonomasia en este país. Y aunque la sección de discos compactos ha sufrido una más que apreciable liposucción, por fin pude comprar la cajita de plástico para atender mi compromiso.
La transformación del negocio de la música es un ejemplo paradigmático del cambio acelerado que vivimos. Así como la tierra gira alrededor del Sol a una velocidad de 28,9 km/s, sin que seamos plenamente conscientes, el mundo es un caballo desbocado que no respeta tradiciones, pasados ni viejas glorias. Podemos ignorarlo, incluso maldecirlo, pero eso no evitará el galope infernal del equino. Quien no sepa adaptarse al tempo prestissimo descabalgará subrepticiamente y sufrirá una caída gravosa en forma de pérdida de competitividad, mercado, empleo, ingresos y clientes.
Si lo pensamos bien, la historia nos brinda infinidad de casos sobre la cruda realidad heraclitiana: la sustitución del caballo por el vehículo a motor, la desaparición de la máquina de escribir ante el ordenador, la carta a manos del correo electrónico, las flechas ridiculizadas por los misiles balísticos ... Me viene a la mente una tira de cómic de Mafalda: un locutor en la radio se asombra de la enorme evolución del ser humano desde el atávico lanzamiento de piedras o flechas hasta las modernas armas del momento, a lo que Mafalda apostilla: "Y qué poco han cambiado las intenciones". Efectivamente, esa es la clave: se transforman los medios, pero las emociones del ser humano, sus anhelos y deseos, permanecen invariables.
Si es usted un empresario o emprendedor, olvídese de los formatos, no se obstine en mantenerlos a no ser que quiera convertirse en un romántico arruinado. Piense seriamente qué mueve a las personas, qué emociones operan detrás de la compra de un artículo. Ayer adquiríamos vinilos, después cedés y hoy subscripciones para escuchar nuestra música preferida en streaming. Nadie sabe cuál será la manera en el futuro de disfrutar del arte representado por la diosa Euterpe, pero me parece irrefutable que el deseo de llenar nuestras vidas de sonidos, letras, harmonías y melodías sobrevivirá a cuantos formatos inventemos en años venideros. Quien sabe captar la esencia del ser humano, con sus miserias y genialidades, puede reinventarse una y otra vez. Quien se aferra a una manera particular e inmutable de satisfacer las necesidades (materiales o espirituales) de sus clientes, queda superado, desfasado y postergado por un mercado irreverente con los éxitos del pasado (recuerde a los gigantes Kodak, Blockbuster, Olivetti o Galerías Preciados). De esta ley universal no se salva ni la otrora omnipotente religión católica, que bien hará de revolucionar sus obsoletas instituciones si pretende atraer nueva clientela (que la de siempre va disminuyendo por mera demografía), amén de los correosos competidores que le arrebatan cuota de mercado.
Quizás pensará que he perdido la chaveta, cosa que bien podría haber ocurrido en mi búsqueda alocada del CD aludido anteriormente, pero le recomiendo una práctica muy saludable: fagocítese a sí mismo, ingenie nuevos formatos que superen y canibalicen su exitoso negocio, aváncese a su competencia (y a los productos o servicios sustitutivos que aparecerán con seguridad). Si no lo hace usted, no le quepa la menor duda de que habrá quien lo haga. El éxito pasado o presente no garantiza en absoluto el futuro. Ya lo dejó escrito el gran poeta libanés Khalil Gibran: "Ayer no es sino la memoria de hoy, y mañana es el sueño de hoy".