Salvador Martínez
Consultor en Organització, canvi cultural i RRHH
Hace más de dos décadas, aprovechando un vuelo de larga duración, devoré un ensayo publicado en 1995 por Jeremy Rifkin. El fin del trabajo se avanzó ciertamente a su tiempo al diagnosticar el advenimiento de una sociedad ultra-productiva y absolutamente automatizada donde el concepto trabajo humano se hallaba en un proceso de rápida descomposición. Teniendo en cuenta el tiempo transcurrido desde la aparición del libro, y cómo la tecnología ha acelerado su ritmo con la irrupción de la biotecnología, la inteligencia artificial o la ciencia de los datos, cabe destacar el mérito del autor en la construcción de su hipótesis.
La solución rifkiniana para la liposucción del mercado de trabajo pasaba por la reducción de las jornadas y los días laborables, el impulso de la economía social (tercer sector) y la renovación del obsoleto contrato social que nació fruto del pacto entre los distintos estamentos y clases sociales tras la segunda guerra mundial, con la amenaza del comunismo como telón de fondo (y de acero). En definitiva, las élites políticas y económicas occidentales cedían un trocito de pastel al proletariado: sistema de seguridad social, regulación de las condiciones de trabajo, asimilación de los sindicatos como garantes de los derechos de la clase trabajadora, acceso a la cultura y el conocimiento, igualdad de oportunidades, pensiones... Y así nació el Welfare State que combatió, y finalmente venció, al fantasma que recorría Europa, tal como escribieran Marx y Engels un siglo antes.
Más de 25 años después de la primera edición de la obra, algunas de las propuestas de Rifkin siguen en el candelero, pero no hay quien le ponga el cascabel al gato. Habrán oído hablar de la renta básica universal y el cambio de la fiscalidad (léase hoy en día la imposición de cotización social a los robots), entre otras propuestas que ya concibió el autor americano. ¿Cómo es posible que sigamos debatiendo sin acometer los grandes retos que tiene la humanidad ante sus narices? Ser consciente de algo no significa necesariamente que se tomen cartas en el asunto. El ser humano adulto sigue en su infancia cuando se tapa los ojos para no ser visto. Y, a fin de cuentas, en nuestra creencia de que somos seres especiales y casi divinos, mantenemos una fe inquebrantable en que nuestra tecnología vencerá cualquier obstáculo llegado el momento: emergencia climática, in-empleo a escala gigante (perdonen el neologismo), pandemias globales, escasez de materias primas y agua potable, etc.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Según el relato mitológico cristiano, el trabajo es un castigo celestial a la altivez del ser humano, que se atreve a desobedecer al Creador, pues en el fondo aspira ser Dios cuando quiere acceder al conocimiento. El diablo, que siempre supo más por viejo que por diablo, debía conocer bien las debilidades de los homínidos, pues con muy poco esfuerzo tentó a Eva para que convenciera a Adán de que el ser humano tiene libre albedrío y no hay Dios que le pueda imponer una norma. La expulsión del Edén vino acompañada de la conocida frase bíblica: "Ganarás el pan con el sudor de tu frente" (Génesis 3:19).
Dejando de lado la misoginia inoculada en este relato de ficción, se observa un paralelismo -nada casual- con el salto de las sociedades recolectoras-cazadoras a las civilizaciones basadas en la agricultura y la ganadería. Ahí, verdaderamente, el ser humano (al menos la inmensa mayoría) hubo de ganarse el pan con el sudor de su frente, los callos de sus manos y la renuncia a su libertad de movimiento: las explotaciones agrarias anclaron a las personas a un territorio de por vida. El precio a pagar era altísimo, pero no había otra manera de producir excedentes para la creación de una clase dirigente poderosa en lo militar y eficiente en el control social.
Así comenzó la auto-esclavitud de nuestra especie. Después ya vendría la revolución industrial (con la inestimable ayuda del protestantismo) para dar otra vuelta de tuerca a la supremacía de la producción sobre el bienestar de las personas. Donde hubo ciclos naturales marcados por las estaciones, las estrellas, el sol y la luna, se impuso un artilugio mecánico que subyugó al ser humano y lo condenó a correr durante toda la vida sin posibilidad alguna de alcanzar el nirvana. Ya lo dejó escrito para la posteridad el músico Roberto Cantoral: "Reloj, no marques la horas porque voy a enloquecer... Y su tic-tac me recuerda mi irremediable dolor".
Ahora estamos en otro punto de la historia, al final de una larga etapa en la que el trabajo estructuraba y dignificaba la vida, en otras palabras, daba algún tipo de sentido a las personas. Incluso si las propias tareas laborales resultaban deshumanizadoras, las ideologías y relatos religiosos imperantes obraban el milagro de que el padecimiento terrenal tuviera la recompensa del paraíso eterno. ¿Qué hará la raza humana para dotar de sentido a la vida cuando las personas seamos absolutamente irrelevantes para producir bienes y servicios? En un mundo totalmente automatizado y robotizado, ¿a qué dedicaremos el tiempo libre?, se preguntaría el incombustible Perales. ¿Supondrá el fin del trabajo el fin de la historia? No sé si viviremos suficiente para saber las respuestas, y quizás -como apostillaría mi querida hermana- no queramos conocerlas. En todo caso, el futuro no está predeterminado, siempre hay alternativa. En nuestras manos está.