Salvador Martínez
Consultor en Organització, canvi cultural i RRHH
Que las malas noticias venden más que las buenas es una evidencia que las direcciones de los medios de comunicación de masas bien conocen desde hace mucho tiempo. Lo que interesa, sin embargo, es el motivo: ¿El público demanda ese tipo de informaciones negativas o son las propias empresas de la información quienes sirven menús repletos de violencia, catástrofes y futuro incierto? La pregunta no es menor, pues la cuestión de fondo es si dichas corporaciones tienen la capacidad para construir socialmente una realidad que parece ajena a la intervención humana, como si fuera objetiva e incontrovertible.
Con el objetivo de desmarañar este ovillo epistemológico, la Universidad de McGill (Canadá) puso en marcha una investigación sociológica en 2014. El experimento consistía en pedir a un grupo de voluntarios que seleccionara libremente noticias de una web. Posteriormente, se le proyectaba un vídeo con la intención de distraer su atención de la anterior tarea, de manera que se pudiera dar paso a la última fase: las personas participantes habían de indicar sus preferencias acerca del tipo de noticias que les gustaría leer. Hubo varias observaciones de gran interés.
En primer lugar, se comprobó el funcionamiento del conocido fenómeno del sesgo de negatividad, es decir, la tendencia a interesarnos y reproducir los aspectos más negativos de una situación determinada. En segundo lugar, se demostró la falta de correlación entre la conducta (selección de las noticias) y actitud (qué tipo de informaciones decimos que preferiríamos consumir), en otras palabras, aunque afirmemos que nos gustan las buenas noticias, nos vemos atraídos irremediablemente hacia la tela de araña de las informaciones negativas.
Usted se preguntará, como yo, por qué las malas noticias actúan como un imán de nuestra atención. No hay una respuesta única, pero le lanzo una idea: constatar la existencia de sucesos dramáticos, que afectan a otras personas y no a nosotros, nos reconforta. En términos más poéticos lo expresó Luis Eduardo Aute, en su canción Como una estrella fugaz: "Apenas hace algún tiempo, tan poco tiempo que casi no ha sido verdad, decir la vida era hablar de lo que iba a pasar, decir la muerte era, como decir los demás".
Sería fácil argüir, a partir de las aseveraciones precedentes, que los medios de comunicación no son más que meros servidores de la voluntad popular. Si el público quiere bazofia informativa, no podemos ofrecer caviar iraní. Sin embargo, seríamos absolutamente ingenuos si pensáramos que las empresas dedicadas a la fabricación de noticias ejercen simplemente como notarías de la realidad. Justamente, Gaye Tuchman, en su ensayo La producción de la noticia, publicado en 1978, analizó el trabajo de varias empresas periodísticas de New York para elaborar su teoría, de la que destacamos tres afirmaciones que nos ayudan a comprender el papel de dichos medios de comunicación en la construcción de la realidad social.
La primera constatación es que los medios de comunicación de masas fijan la agenda del día, es decir, los temas en torno a los que gira el debate público. Dicho de otra manera, la selección de las noticias determina el ramillete de asuntos sobre los que habla la gente. En segundo lugar, Tuchman se apoya en las teorías de la construcción social de la realidad de Berger y Luckman para afirmar que el periodismo -por el carácter institucional de su misión de relator de acontecimientos- inviste de objetividad a los sucesos que considera noticiables, obviando la carga ideológica y subjetiva de quien escribe. Finalmente, la propia organización de las empresas periodísticas determina la realidad social: por ejemplo, la ubicación de corresponsalías no atiende tanto a los sucesos como a la distribución de profesionales en determinadas áreas geográficas, de modo que hay partes del mundo ciegas, es decir, donde parece que no ocurre nada, o al menos nada de interés periodístico.
Así pues, no vemos la realidad como es, sino que es como la vemos. Este juego de palabras no debería distraernos del peligro de la profecía que se autocumple. Hoy que prolifera la agorería y el futuro determinista, cual destino fatal e ineludible, conviene recordar que la economía, como cualquier otra actividad humana, tiene mucho de estado de ánimo: cuando hay confianza en el futuro, gastamos con alegría; todo lo contrario cuando las predicciones son lúgubres. Es por ello que, si me lo permiten, les dejo un antídoto en forma de pensamiento del malogrado Stephen Hawking: "El pasado, como el futuro, es indefinido y existe sólo como un espectro de posibilidades".